La gran corrupción, justamente, se manifiesta,
comúnmente, como un error procesal, que conduce a su sistematización en un
poder. Como la estructura facilita, normalmente se justifica, como si se
tratara de un simple error administrativo-procedimental, de los directores y
funcionarios, de una repartición pública.
Según la TGC , ningún error es “justificable”, en la
función pública. El o los funcionarios deben ser responsables, según el 106 de
nuestra propia Carta Magna.
Aquí comienza la dificultad: para combatir el
flagelo de la corrupción, cuando no existe claridad, libertad y virtud; para
aplicar, interpretar y disminuir la ignorancia, de los propios encargados de un
poder. Estos, cuando el sistema impera, suelen aplicar la Ley , sin tomar en cuenta las
dos caras que ella posee. Una de justicia y otra, que hemos denominado, en la Teoría General , como de corruptis.
Se realiza un supuesto cumplimiento
irrestricto; verificándose, luego, que solo se puso en vigencia la cara
corrupta de la ley, quedando en la obscuridad, la parte ética, por la solidez
viciosa del sistema.
Toda norma jurídica contiene un mandato ético
y moral, allí reside su verdadera justificación, para aplicarse sobre las
voluntades colectivas, con la finalidad de solucionar un problema o conflicto
social.
Un Ministerio es una secretaría del Poder
Ejecutivo; tiene la función de aplicar sanciones, conforme a derecho. Ajustándose
a los principios universales del derecho laboral, de lo contrario, constituye
un perjuicio, tanto para el Estado como para los ocasionales afectados con sus
decisiones.
Un descuento compulsivo a miles de docentes,
realizado sin la minuciosa y necesaria comprobación de los datos de los sancionados,
origina un sistema peligroso de corrupción, además de constituir una violación de derechos laborales, por la
desproporción y abuso de parte de la patronal, que es el Gobierno del Estado,
hacia la parte más débil de la relación contractual pública.
Constituye, de no rectificarse la cuestión, en
una ignorancia de tercer grado, interpretativa, en razón de que los derechos
laborales son de orden público, inalienables, de rango constitucional expreso.
Esto puede producirse solo por dos motivos: por mala fé interesada o por
ignorancia. Ambas situaciones, cuando se producen en los más altos cargos del
poder de la República ,
devienen, inexorablemente en corrupción sistémica.
Los principios tales como del “interés general”,
del “poder absoluto”, del “ajuste por déficit” o de la “amonestación”, no
tienen ninguna validez, en el campo del derecho del trabajo. Los derechos de
los trabajadores docentes son irrenunciables. Ninguna decisión administrativa
puede estar por encima de una norma constitucional. De no respetarse esta
lógica de prelación de las leyes, básica, estaríamos confirmando lo indeseable,
el nuevo oasis de ignorancia y obscuridad, dentro de un sistema de corrupción y
abuso de poder.