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La política y su incidencia en el poder judicial

Artículo Semanario Judicial, diario ABC Color. 3 de setiembre de 2012.
En recordación de un año más de la lucha mundial contra la corrupción. 

La propuesta de “consenso” en el país constituye mitad verdad y mitad mentira, como decía Sócrates al referirse a una opinión. Digo esto, en razón que solo con el disenso se construyen las civilizaciones racionales.

Todos los paraguayos, a mi entender, coincidimos en que es “La corrupción” el único problema del Paraguay; que encuentra una solución indefinida. El resto es saneable. Y no es una casualidad, porque en su disminución consiste, precisamente, el objeto mismo de la acción política.


Pregunto: ¿Si la fórmula de la corrupción es poder sobre ignorancia? ¿Aún tendríamos dudas de que Poder significa política y que ignorancia es la ocultación a la que se somete a la ciudadanía, por parte de los agentes ubicados en los tres poderes del Estado?

Hoy los ciudadanos paraguayos, ayudados por la crisis de los medios, el afloramiento de un nuevo tipo de relación social virtual y de la bulimia colectiva, estamos en condiciones de distinguir claramente la existencia de dos clases de corrupción. Y de esta clasificación, nace la causa; por la cual es imposible e inimaginable, en civilización humana, erradicarla.

Por eso, cuando los obispos y otras entidades sociales o gubernamentales dicen: “todavía hay corrupción”, eso me suena a exclusión de clase. Hoy diremos en la política hay corrupción, en otros lugares no.

Por eso es importante diferenciar los dos tipos de corrupción: la corrupción contra ley o delito común, que se refiere a una expresa contravención legal, norma violentada ex profeso. Constituye la corrupción individual, directa y aplicable a los sujetos por su volición manifiesta. Y en segundo término, la corrupción intra ley, que es la clave para entender los sistemas de corrupción, es aquella que está fraguada, solapada y oculta en un manto que es ignorancia de la ley, pero que, por expresión de poder fáctico e ilegítimo, se convierte en una decisión de poder, que se constituirá luego en norma obligatoria, salvo la ocurrencia de algún cuestionamiento del mismo poder, del cual emerge o de una acción precisa de inconstitucionalidad o nulidad de la ley.

Si no existieran estas dos corrupciones, que como podrá darse cuenta el lector, son correlativas, coadyuvantes y proporcionales en la vida diaria, institucional y estatal; de no existir o de “pregonar su exterminio”, sencillamente estaríamos hablando de anarquismo rampante. En pocas palabras, mentiríamos, ética, jurídica y políticamente hablando.

Si desapareciese la corrupción, desaparecería el poder mismo y la justificación de establecer, organización alguna de mando, prelatura o jerarquía en cualquier forma que se considere humana.

Porque para que eso ocurra —porque es un objetivo de toda curación social cíclica, estaríamos hablando de una nación, constituida de manera general; por ciudadanos educados e instruidos, con plena conciencia de sus deberes; solidarios, constantes y plenamente enterados de la situación real y el posicionamiento de los recursos propios y colectivos, de las acciones y las normas sociales que le permitan perpetuar su vida, sin más apuros que la propia elevación.

Me veo obligado a realizar estas aclaraciones y precisiones, en esta semana de la lucha anticorrupción a nivel mundial, en razón de que el “problema de la corrupción” no puede seguir siendo utilizado como un simple lugar común; como un tópico agradable a los oídos críticos de oposición o del oportunismo político coyuntural.

La corrupción debe comenzar a ser entendida en su completa dimensión. Caso contrario, estaremos juzgando a nuestros semejantes, haciéndonos cada día más inhumanos y alejándonos cada vez a mayor distancia—hablo como pueblo paraguayo— de aquellos pueblos más favorecidos de formación moral, cívica y legal de la que, supuestamente, estamos seguros de enaltecer.

A partir de esta breve reseña, y luego de esa información, podemos entender la incidencia que tiene la actividad por el bien común, de los individuos que se llaman políticos y de la actividad denominada política, en si misma, sobre el funcionamiento del poder judicial. Es cierto, la división de poderes existe, pero tal división parte de una escisión fundamental, de una norma excelsa de la cual parten las demás regulaciones:

La Asamblea Constituyente y la Constitución Nacional. Son, bien sabemos, representantes de la población, electos en sufragio, los que redactan o hacen redactar tal documento primario, así como sus posteriores reglamentaciones puntuales. Y al ser representantes electos, son políticos; dedicados a la actividad política.

Con ellos nace el espíritu que tendrá la nación emergente; se presentan las primeras ambigüedades y se expresa la necesidad, de la interpretación; por parte de los magistrados, de aquellas normas que no resulten, de fácil aplicación en un conflicto determinado de intereses.

Cuando el primer poder estatal, el legislativo, promulga una constitución y luego, sus sucesores, los legisladores, senadores o diputados, políticos por excelencia, la continúan con nuevas regulaciones se va construyendo lo que será la visión jurídica a ser reinventada a través de la razón, la técnica y la experiencia de los magistrados, en aras de la resolución del choque de aspiraciones, que normalmente ocurre en toda sociedad. Creo que no es necesario entrar en detalles, sobre la forma en que son o deberían ser electos los magistrados y ministros de la Corte Suprema, en un Estado de Derecho Constitucional, ya que me parece irrelevante, al ser el principio ético, un principio del ejercicio mismo del derecho, independientemente al origen o modo de los nombramientos.

La política, por deducción lógica, constituye entonces, para un pueblo organizado, la primera magistratura; el primer ejercicio letrado y leguleyo. “Las leyes se originan en las costumbres de los pueblos”, reza un viejo adagio forense. Pero más que el pueblo, son sus representantes los que dan vida a esa aspiración popular. A esa moral amplia y compleja muy particular de cada pueblo.

La política no es la primera línea de combate, entre intereses mercantiles, sectarios o propagandísticos—mucho menos ideológicos— como bien quieren convencernos los fascistas y sus detractores análogos.

La política es la última línea de defensa, de la sobriedad y razonabilidad de un pueblo. Son los políticos: los que deben bregar por mantener intactas las aspiraciones profundas de justicia de sus mandantes, como fieles depositarios de su confianza ciega y de su acompañamiento masivo.

La corrupción siempre irá en aumento, mientras tanto la ciudadanía, las organizaciones seculares y juramentadas, y todos los funcionarios y servidores de la gente, no comprendan que la única— repito—, la única tarea que nos manda la existencia social, organizada, es, precisamente, la disminución de ese exponente degenerativo para la actividad de búsqueda de justicia y del bien común. La interdependencia e independencia de poderes, no obsta a que se comparen las aspiraciones nacionales; con los resultados expuestos por los representantes en su control, precisamente, en las decisiones que atañen a la interpretación de las normas de derecho.

Comencemos atacando la corrupción en su raíz fundamental: la política. A través de su elemento central: el poder. Disminuyendo el único factor variable de la ecuación: la ignorancia. Esta ignorancia que constituye una terminología adaptada para los objetivos de la teoría general de la corrupción, de la cual soy autor, y tiene que ver más que a la falta de conocimiento, a la ocultación, manipulación o tergiversación de la realidad sobre la administración de lo público.

Avanzar en la lucha anticorrupción: a nivel mundial, es mejorar la objetividad misma de la actividad política y judicial, ya tenemos todas las herramientas para hacerlo. Manos a la obra.

*Abogado, político, autor de la obra “La curación social: Síntesis de la primera teoría general de la corrupción”. Fundador de la doctrina curacionista, primera doctrina política anticorrupción a nivel mundial y primera doctrina política nacional.

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